Uno de los retos más inmediatos de la vida cotidiana es afrontar, sin perder la cabeza, a los individuos odiosos de la especie. Tú mismo puedes ser uno de ellos —para los demás, esto es— pero no hablo aquí del arte de soportar los desperfectos propios sino de la sabiduría necesaria, e indispensable, para no dejar que un majadero, por ejemplo, te eche a perder toda una mañana.
Me ha ocurrido ya, en tiempos lejanos, de apearme del coche y estar a punto de escenificar una riña callejera, digamos, con un taxista agresivo. Que llevara yo las de perder o que aquello hubiera terminado muy mal —en la comisaría, por lo pronto, y, peor aún, en la sala de urgencias de algún hospital— no era, en ese momento de obnubilación categórica, debida a una cólera todavía más absoluta, una consideración siquiera atendible. Y, más recientemente —hace un par de meses, para mayores señas— me trabé en una intercambio de ademanes gorilescos, gestos retadores y otras lindezas con una tipa que, mira tú, a quien insultaba era al taxista que me conducía luego de que éste, por evitar a un coche que le obstruyó de pronto el camino, le hubiera también taponado la trayectoria a ella. El destinatario original de las invectivas y los bocinazos no era yo, pero me sentí profundamente agraviado por la ferocidad de la mujer.
El chofer, mientras tanto, tan tranquilo y ni enterado. Reflexioné, luego, sobre la calma que mantuvo y me dije que algo había ahí, en su comportamiento, que podía yo aprender y, sobre todo, aprovechar. Una primera conclusión, muy útil, es que nada de esto —los insultos, las mentadas de madre, etcétera— es personal. Para empezar, el otro, el energúmeno, ni te conoce. No sabe nada de ti. No te ubica como un individuo particular, sino como una mera representación. Y lo segundo que pensé es que eres tú, y nadie más, quien tiene el poder de permitir que las agresiones penetren la esfera de tus emociones o, por el contrario, de dejarlas fuera. Lo he comenzado a aplicar, amables lectores. Hasta ahora, me ha funcionado.
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